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Lo trasladamos el año pasado, y fue de lo más complicado -explicó Mr. Carlin, mientras subían la escalera-. Además, tuvimos que hacerlo a mano. No había otra forma. -Lo aseguramos de accidentes en «Lloyd’s» antes incluso de sacarlo de su caja, en el salón. Fue la única compañía que quiso asegurarlo por la cantidad que habíamos previsto…
Spangler no dijo nada. El hombre era un imbécil. Johnson Spangler hacía tiempo que había aprendido que la única forma de tratar con un imbécil era ignorarle.
-Lo aseguramos por un cuarto de millón de dólares -terminó Mr. Carlin cuando llegaban al rellano del segundo piso-. Y nos costó un buen pico. -Era un hombrecito, no del todo gordo, con gafas sin montura y una calva morena que brillaba como una pelota de voleo barnizada. Una armadura, que guardaba la oscuridad de caoba del corredor del segundo piso, les contempló impasible.
Era un corredor largo, y Spangler miró las paredes, y lo que estaba colgado en ellas, con un frío ojo profesional. Samuel Glaggert había comprado cantidades ingentes, pero no había comprado bien. Como muchos de los grandes industriales, que se habían hecho solos, en el pasado 1800, había resultado ser poco más que un amo de casa de empeños disfrazado de coleccionista, un experto en pinturas mostruosas, novelas y colecciones de poesías, sin valor encuadernadas en cuero valioso, y atroces esculturas, todo ello considerado como Arte, por él.
En aquel piso las paredes estaban cubiertas, festoneadas sería una mejor descripción, de tapices marroquíes de imitación, innumerables (y sin duda anónimas) madonnas sosteniendo innumerables niños nimbados, mientras innumerables ángeles revoloteaban de un lado a otro en el fondo, grotescos candelabros repletos de volutas, y una lámpara monstruosa, asquerosamente ornamentada y rematada por una ninfa sonriente y salaz.
Naturalmente, el viejo pirata había conseguido algunas piezas interesantes; la ley de los promedios lo requiere así. Y si el Museo Particular en Memoria de Samuel Claggert (visitas acompañadas cada hora… 1 dólar la entrada para los adultos, 50 centavos, los niños…, nauseabundo) contenía un 98 por ciento de flagrante basura, el 2 por ciento restante, cosas como el rifle Coombs colgado sobre la chimenea de la cocina, la curiosa y pequeña cámara oscura en el salón, y por supuesto el…
-El espejo Delver fue retirado del piso bajo, después de un desgraciado… incidente -terminó bruscamente Mr. Carlin, motivado aparentemente, por un horrendo retrato de nadie en particular, colgado en la base del !ramo de escaleras siguiente-. Hubo otros…, palabras agresivas, declaraciones desatinadas…, pero ese fue un intento deliberado para destruir realmente el espejo. La mujer, una tal Miss Sandra Bates, llegó con una piedra en el bolsillo. Afortunadamente tenia mala puntería y solamente estropeó una esquina del marco. El espejo no sufrió daños. Esa muchacha Bates tenía un hermano…
-No necesito que me recite el recorrido de a dólar -le cortó Spangler tranquilamente-. Conozco bien la historia del espejo Delver.
-Fascinante, ¿no le parece? -Carlin le dirigió una extraña mirada de soslayo-. Tenemos a la duquesa inglesa, de 1709…, y el comerciante de alfombras, de Pensilvania, en 1746…, por no hablar de…
-Conozco bien la historia -repitió Spangler sin inmutarse-. Lo que a mí me interesa es el trabajo. Y luego, naturalmente, la cuestión de autenticidad…
-¡Autenticidad! -exclamó Carlin con una seca risita que sonó como si se hubieran sacudido huesos en la alacena, debajo de la escalera-. Todo ha sido examinado por expertos, Mr. Spangler.
-Claro, también lo fue el Stradivarius de Lemlier.
-Cierto -suspiró Mr. Carlin-. Pero ningún Stradivarius tuvo jamás la…, jamás causó tantas perturbaciones como el espejo Delver.
-En efecto -dijo Spangler con su dulce voz despectiva.
Comprendía, ahora, que no habría forma de acallar a Carlin; tenia una mente perfectamente acorde con su edad.
En efecto.
En silencio, subieron al tercero y cuarto piso. Al acercarse a la parte alta de la vieja estructura, notaron un calor agobiante en las oscuras galerías superiores. Con el calor, se notó un olor que Spangler conocía bien porque había pasado toda su vida de adulto envuelto en él…, un olor a moscas muertas en oscuros rincones, humedad, y carcoma detrás -del yeso. El olor a vejez.
Era un olor común, únicamente, a museos y mausoleos. Imaginó que este mismo olor podía salir de la tumba de una joven virginal que llevara cuarenta años muerta.
Allá arriba, las reliquias estaban amontonadas de cualquier modo, con la profusión típica de las almonedas; Mr. Carlin condujo a Spangler por un laberinto de estatuas, retratos dentro de sus marcos partidos, pajareras, doradas y pomposas, las piezas desmontadas de una antigua bicicleta tándem. Le guió hasta el fondo, a una pared a la que se había adosado una escalera, debajo de una escotilla en el techo. De la escotilla pendía un viejo candado polvoriento.
A la izquierda, una imitación de Adonis les contemplaba despiadado con sus ojos sin pupilas. Uno de sus brazos se tendía y de la muñeca colgaba un letrero donde se leía: ABSOLUTAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA.
Carlin sacó un llavero del bolsillo de su chaqueta, eligió una llave, y subió la escalera de mano. Se detuvo en el tercer barrote con la calva brillando levemente en la sombra:
-No me gusta el espejo -dijo-. Nunca me gustó. Me da miedo mirarlo. Temo mirar algún día y ver… lo que los demás vieron.
-No vieron otra que su imagen -aclaró Spangler.
Mr. Carlin empezó a hablar, calló, movió la cabeza, y tanteó en el techo, torciendo el cuello para meter la llave en la cerradura.
-Habría que cambiarlo -masculló-. Es… ¡Maldición!
El candado se abrió de pronto y se soltó de las anillas. Mr. Carlin hizo un gesto brusco para recuperarlo y casi cayó de la escalera. Spangler lo cazó al vuelo, oportunamente, y miró hacia arriba. Carlin se agarraba tembloroso al último barrote de la escalera, con la cara descolorida en la oscura penumbra.
-Está usted nervioso, ¿verdad? -preguntó Spangler asombrado.
Carlin no contestó. Parecía paralizado.
-Baje, por favor -dijo Spangler-. Baja, antes de que se caiga.
Carlin bajó despacio, agarrándose a cada barrote como un hombre suspendido sobre un abismo sin fondo. Cuando sus pies tocaron el suelo empezó a temblar, como si el suelo contuviera alguna corriente que le había conectado, como si fuera una luz eléctrica.
-Un cuarto de millón -repitió-. Un cuarto de millón de dólares de seguro para sacar… esa cosa del piso bajo y subirla aquí. Esa maldita cosa. Tuvieron que montar un gancho especial, y su cable, para subirla al almacén del desván. Y yo tenia la esperanza, casi recé, de que las manos de alguien estarían resbaladizas…, que el cable no sería lo bastante resistente…, que la cosa caería y se romperla en mil, en un millón, de pedazos…
-Hechos -dijo Spangler-. Hechos, Carlin. Déjese de novelas, de historias truculentas, o películas de horror, baratas y truculentas. Hechos. Primero: John Delver era un artesano inglés de ascendencia normanda que fabricaba espejos en lo que llamamos el período isabelino de la historia de Inglaterra. Vivió y murió normalmente. Nada de palabras mágicas en el suelo que tuviera que limpiar el ama de llaves, nada de documentos con olor a azufre, o con unas manchas de sangre junto a la firma. Segundo: Sus espejos son joyas de coleccionista debido principalmente a su trabajo perfecto y a que empleó un tipo de cristal de efecto levemente distorsionante y de aumento para el que mirara…, algo que los distinguía de los demás. Tercero: Por lo que sabemos sólo existen cinco espejos Delver…, dos de ellos en América. No tienen precio. Cuarto: Este Delver, y el que fue destruido durante el bombardeo de Londres, se han ganado cierta dudosa reputación debida sobre todo a falsedades, exageraciones y coincidencias…
-Quinto -añadió Mr. Carlin-: Es usted una mala bestia, ¿verdad? Spangler contempló con cierto asco al ciego Adonis.
-Yo acompañaba al grupo del que formaba parte el hermano de Sandra Bates, cuando echó una mirada a su precioso espejo Delver, Spangler. Contaba unos dieciséis años .y formaba parte de un grupo de estudiantes de escuela superior. Yo estaba contándoles la historia del espejo y había llegado a la parte que usted apreciaría…, insistiendo en la hermosa factura, la perfección del cristal…, cuando el muchacho levantó la mano.
-«Pero qué me dice de esa mancha negra que hay en el ángulo superior izquierdo?» -preguntó-..Esto parece una tara.»
Y uno de sus amigos le preguntó a qué se refería, así que el muchacho Bates empezó a explicarle, pero calló de pronto. Miró el espejo fijamente, acercándose lo más que pudo al cordón de terciopelo rojo que lo protegía…, luego miró hacia atrás, como si lo que había visto fuera el reflejo de alguien…, de ,alguien vestido de negro…, de pie detrás de él.
-Parecía un hombre -dijo-. Pero no le pude ver la cara. Ya no está». -Y no dijo más.
-Siga -insistió Spangler-. Está muriéndose de ganas de decirme que era el Segador…, creo que esto es lo que se dice, ¿verdad? ¿Que algunas personas ven la imagen de la ‘muerte en el espejo? Venga, hombre, suéltelo de una vez. ¡Al Wational Enguirer le encantaría la historia! Cuénteme las horrorosas consecuencias y desafíeme a que pueda explicarlo. ¿Qué pasó, le atropelló un coche? ¿Se tiró de una ventana? ¿O qué?
Carlin rió con una risita triste.
-Debería saberlo mejor, Spangler. ¿No me ha dicho por dos veces que usted es…, ah…, que está perfectamente enterado de la historia del espejo Delver? No hubo consecuencias horribles. No las ha habido nunca. Por esa razón el espejo Delver no figura en las ediciones domingueras como el diamante Koh-i-noor o la maldición de la tumba del faraón Tut. Es manso comparado a esos dos. Cree que soy un imbécil, ¿verdad?
-Si -le contestó Spangler-. ¿Podemos subir, ahora?
-Claro que sí -dijo Carlin apasionadamente. Subió por la escalera de mano y empujó la escotilla. Se oyó un cliqueticliqueti-bum al levantar el contrapeso en la oscuridad y Mr. Carlin se perdió en las sombras. Spangler le siguió. El Adonis ciego se les quedó mirando sin conocerlos.
El desván era explosivamente caliente, iluminado sólo por una ventana llena de telarañas, en un ángulo, filtrando la luz exterior con un resplandor lechoso y sucio. El espejo estaba apoyado en una esquina, de cara a la luz, recogiendo la mayor parte y reflejándola como una mancha blanquecina en la pared opuesta. Había sido atornillado para mayor seguridad a un armazón de madera.
Mr. Carlin no lo miró. Se esforzó por no mirar.
-Ni siquiera lo ha cubierto con un trapo -protestó Spangler visiblemente indignado por primera vez.
-Yo lo veo como un ojo -dijo Carlin. Su voz seguía agotada, perfectamente vacía-. Si se le deja abierto, siempre abierto, a lo mejor se queda ciego.
Spangler no le prestó la menor atención. Se quitó la americana, la dobló cuidadosamente con los botones hacia dentro, y con infinita ternura limpió el polvo de la superficie convexa del espejo. Luego, dio un paso atrás y lo contempló.
Era genuino. No cabía la menor duda, nunca había habido la más mínima duda. Era un ejemplo perfecto del genio de Delver. La habitación llena de trastos, detrás de él, su imagen reflejada, la silueta medio vuelta de Carlin…, todo estaba claro, bien definido casi tridimensional. La leve impresión de aumento del cristal daba a todas las cosas un efecto ligeramente curvo que añadía una distorsión casi cuatridimensional. Era…
Se le fue la idea y sintió otro ramalazo de ira:
-Carlin.
Carlin no dijo nada.
-¡Carlin, maldito imbécil, pensé que me había dicho que la muchacha no había dañado el espejo!
No obtuvo respuesta. Spangler se le quedó mirando fríamente, por el espejo.
-Hay un trozo de esparadrapo en la parte de arriba, en el ángulo izquierdo. ¿Llegó a partirlo?
¡Por el amor de Dios, hombre, diga algo!
-Está viendo al Segador -contestó Carlin. Su voz era abrumadora, sin pasión-. No hay esparadrapo en el espejo. ¡Pase la mano por encima… Santo Dios!
Spangler se envolvió cuidadosamente la mano con la parte alta de la manga de su chaqueta, la alargó, y la apoyó blandamente sobre el espejo.-¿Lo ve? No hay nada sobrenatural. Se ha ido. Mi mano lo cubre.
-¿Lo cubre? ¿Nota el esparadrapo? ¿Por qué no lo arranca?
Spangler apartó cuidadosamente su mano y miró el espejo. Todo en él parecía algo más distorsionado; las esquinas del desván parecían curiosamente inclinadas como si fueran a resbalar hacia una ignota eternidad. No había la menor mancha oscura en el espejo. Estaba impecable. Sintió despertar en su interior un terror malsano, y se despreció por haberlo sentido.
-Parecía él, ¿no cree? -preguntó Mr. Carlin. Su rostro estaba muy pálido y sus ojos miraban directamente al suelo.
En su cuello latía un músculo, espasmódicamente-. Admítalo, Spangler. Parecía una figura embozada, de pie detrás de usted, ¿verdad?
-Parecía una cinta adhesiva cubriendo una pequeña rotura -dijo Spangler con firmeza-. Ni más, ni menos…
-El joven Bates era muy fuerte -evocó Carlin. Sus palabras parecían caer en la atmósfera, calurosa y quieta, como piedras en un charco de agua oscura-. Era como un jugador de fútbol. Llevaba una camiseta con una gran letra y pantalones verde oscuro. Nos encontrábamos a mitad de camino de la exposición de arriba cuando…
-El calor me está mareando -dijo Spangler con dificultad. Había sacado un pañuelo y se secaba el cuello. Sus ojos recorrieron la superficie convexa del espejo, a sacudidas.
-… Cuando dijo que necesitaba beber agua… Un poco de agua, ¡por el amor de Dios!
Carlin se volvió a mirar a Spangler, como loco, y prosiguió:
-¿Cómo iba a saberlo yo? ¿Cómo podía saberlo?
-¿Hay un lavabo por aquí? Creo que voy a…
-Su camiseta…, vi fugazmente su camiseta mientras iba bajando la escalera… Después…
-… vomitar.
Carlin sacudió la cabeza, como para despejarse, y volvió a mirar al suelo.
-Naturalmente. En el segundo piso, la tercera puerta a su izquierda, en dirección a la escalera
-levantó la cabeza, suplicante-. ¿Cómo iba a saberlo?
Pero Spangler ya estaba bajando la escalera de mano. Se movió bajo su peso y por un momento Carlin pensó…, deseó… que se cayera. No lo hizo. Por el recuadro abierto en el suelo, Carlin le vio bajar, tapándose la boca con la mano.
-¿Spangler…?
Pero ya se había ido.
Carlin escuchó sus pasos, el eco de sus pasos, y luego nada. Cuando ya se hubieron apagado, se estremeció violentamente. Trató de llevar sus pies hacia la escotilla, pero los tenía helados. Sólo aquella última mirada, fugaz, a la camiseta del muchacho…
¡Dios…!
Era como si unas manos enormes, invisibles, tiraran de su cabeza, obligándole a levantarla.
Aunque no quería mirar, Carlin fijó la vista en la brillante profundidad del espejo Delver.
No había nada.
La habitación se reflejaba con toda fidelidad, sus polvorientos confines transformados en brillante infinitud. Unas líneas de un poema de Tennyson, casi olvidado, se le ocurrieron de pronto y recitó en voz alta:
«Estoy medio mareada por las sombras, dijo la Dama de Shalott…»
Y seguía sin poder apartar la mirada, y la quietud palpitante le retenía. Junto a una esquina del espejo, una cabeza de búfalo, comida por las polillas le miró con sus ojos de obsidiana, planos.
El muchacho había querido beber agua y la fuente estaba en el vestíbulo del primer piso. Había bajado y…
Y nunca más había vuelto.
Jamás.
A ninguna parte.
Lo mismo que la duquesa que se había detenido a admirarse en su espejo, antes de una soirée, y decidió volver al gabinete en busca de sus perlas. Como el vendedor de alfombras que había ido a pasear en coche y había dejado tras él sólo un coche vacío y dos caballos mudos.
Y el espejo Delver había estado en Nueva York desde 1897 hasta 1920, estaba allí cuando el juez Crater…
Carlin miró como si estuviera hipnotizado a lo más profundo del espejo. Abajo, el Adonis ciego vigilaba.
Estuvo esperando a Spangler, casi como la familia Bates debió haber estado esperando a su hijo, como el marido de la duquesa esperaría que su esposa volviera del gabinete. Miro al espejo y esperó.
Y esperó… y esperó.